• Utilización innecesaria de intervenciones médicas que no han demostrado su eficacia, que son escasas o dudosas o que son prioritarias (por ejemplo, la vacuna contra el virus del papiloma humano).
• Transformar los procesos naturales en enfermedades y tratarlos médica o farmacológicamente (por ejemplo: la menopausia, la menstruación, el embarazo y el parto, la vejez, el dolor por la pérdida de un ser querido…).
• Reducir la multicausalidad de los síntomas de un problema de salud a uno solo en el que intervenir (por ejemplo: el dolor musculo-esquelético, la falta de deseo sexual, el insomnio, la tristeza o el cansancio, cuando todo ello está producido por un conjunto de factores biológicos y psicológicos, por unas condiciones de vida y de trabajo determinadas, por la toxicidad ambiental o por los imperativos de género, especialmente en el caso de las mujeres).
• Homogeneizar los casos y las dosis, en lugar de tratar a cada persona teniendo en cuenta su singularidad biológica (por ejemplo: dar a todas las embarazadas hierro por protocolo, en lugar de solo a las que tienen déficit).
• Investigar solo fármacos, en lugar de otro tipo de intervenciones (por ejemplo: grupos de ayuda mutua o grupos de pacientes que han demostrado, a pesar de la escasa investigación que existe, que son muy efectivos para reducir la sintomatología y la medicación; o llevar a cabo más investigación sociosanitaria...).
• Identificar prevención con intervención médica o farmacológica, en lugar de mirar la salud como un resultado de las condiciones de vida y de trabajo de las personas, sobre todo, y también del ambiente social y medioambiental. Eso significa aceptar que la mayor prevención en salud no pasa por la medicina (por ejemplo: el caso de los riesgos cardiovasculares, en que se medicaliza los niveles ‘normales’ de colesterol o la hipertensión leve sin que haya evidencia alguna de que son riesgos reales, en lugar de otro tipo de intervención comunitaria, como más carriles bici, menos contaminación, conciliación vida laboral y personal…).
• Insuficiente información para la toma de decisiones (por ejemplo, incluir a las mujeres a partir de cierta edad en el cribado de mamográfico de cáncer de mama y no ponerlas al corriente de todos los riesgos y beneficios que ya se conocen, para que ellas mismas puedan decidir si participar o no y sin presionarlas en un sentido o en otro).
¿Por qué se medicaliza más a las mujeres?
• El sesgo de género en la investigación. Por un lado, estamos menos investigadas que los hombres, ya que ellos han sido tomados tradicionalmente como el ‘patrón’ y los resultados extraídos de sus estudios se nos han aplicado como si entre hombres y mujeres no hubiera diferencias más allá del terreno reproductivo. Por otro, se nos medica más, especialmente con psicofármacos, ya que la falta de investigación hace que muchos de nuestros problemas de salud se comprendan mal y se atribuyan a problemas psicológicos (se nos sigue viendo como histéricas, aunque ahora le llamen ansiedad, depresión o fibromialgia).
• La invisibilidad de los factores que afectan a la salud de las mujeres. No solo estamos menos estudiadas biológicamente hablando sino que, a la hora de tratarnos, también se dejan de tener en cuanta los demás aspectos de nuestra vida: la doble jornada, la discriminación sexual, el rol de cuidadoras, la violencia machista (de alta, media o baja intensidad), nuestra hiperexigencia personal derivada de sentirnos personas de segunda categoría…
• Nos cuidamos más y cuidamos a toda la familia. Somos más conscientes de la salud, tenemos más presente nuestro cuerpo debido a la menstruación, a la maternidad y a la menopausia, vivencias que nos obligan a sentirlo. Además solemos ser las responsables de la salud de toda la familia. Todo esto que no es en sí un defecto, sino lo contrario, es aprovechado consciente e interesadamente por la industria farmacéutica y también, de modo inconsciente, por las y los médicos.
• La concepción de las mujeres como ‘objetos’ mejorables. La cultura patriarcal considera a las mujeres propiedad de los hombres. En nuestra sociedad, esta concepción no es evidente, está solapada, pero continúa operando en el inconsciente colectivo, tanto de hombres como de mujeres. Es lo que lleva a tantas ginecólogas y ginecólogos a quitar el útero a una mujer tras la menopausia, para afrontar un problema de salud que no requeriría una solución tan drástica, con el argumento de ‘¿para qué lo quieres ya?’ o lo que empuja a muchas mujeres a mutilarse voluntariamente porque ‘no se gustan’.
En el fondo, en nuestra cultura a los hombre se les considera ‘seres’ y a las mujeres ‘cosas’.
• La tiranía del ideal de belleza. Esta misma concepción objetal del cuerpo de las mujeres impone unos ideales antinaturales y fantasiosos que nos desconectan de nuestros cuerpos y nos incapacitan para el placer: vestimos de forma incómoda, calzamos artefactos que impiden la función normal del pie, que es caminar y sostenernos, no disfrutamos de la comida, no aceptamos el paso del tiempo…
• Confusión entre belleza y salud. Todo ello es aprovechado por la industria cosmética (a menudo vinculada a la industria farmacéutica, ya que ambas son industria química), que genera mensajes ambiguos en los que la belleza se asimila a la salud. No lo hace, sin embargo, en el sentido de que tu bienestar interior se refleja en el aspecto físico, sino empujándonos de modo perverso a ‘fabricar’ una apariencia externa saludable, independientemente de la realidad interior tanto del cuerpo como de todo el ser de la mujer.
Subir