Hace tiempo que me empeñé en clarificar para otra gente y para mí misma conceptos que considero desgastados por el uso abusivo e impreciso que se hace de ellos, convirtiéndolos en comodines y despojándolos de un significado ‘fuerte’. El concepto de igualdad es uno de ellos y este, además, ha tenido derivas indeseables. Si no se considera el punto de partida de desigualdad, la igualdad se puede llegar a oponer a ‘diferencia’ y a confundirse, incluso, con ‘discriminación negativa’.
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Cuando la igualdad se refiere a las desigualdades entre los géneros, se observa frecuentemente en las personas la tentación de oponerse a la idea que representa: o bien desde el pensamiento de injusticia y discriminación, negando que eso sea así, o bien desde el pensamiento del reconocimiento de las diferencias, sobre todo de las sexuales, que propugna que la igualdad no interesa. En este respecto me viene a la mente la fábula de la zorra y las uvas donde la zorra, al no poder alcanzar las uvas, se retira del intento y dice: “No las quiero; están verdes”.
Aunque la igualdad es un principio indiscutible de las democracias, al igual que la libertad, todo ser humano crítico con la realidad, que cree en la transformación y que propugna la justicia y la solidaridad debería suscribir el concepto de igualdad. Sin embargo, produce y retiene muchas reticencias, reacciones y falsas argumentaciones que lo desprestigian y hacen que pierda peso reivindicativo, como si la igualdad ya estuviera conseguida -el denominado ‘espejismo de la igualdad’: crees ver algo parecido y caminas hacia ella pero, cuando te acercas, se disipa-, como si ya no fuera necesaria o deseable o como si fuera fruto de pensamientos obsoletos -se escucha, por ejemplo, que el pensamiento crítico feminista ya no hace falta o está pasado-. ¿Ocurre lo mismo con la libertad? ¿A que no? Por eso las justificaciones en contra de la igualdad me producen sospechas.
En primer lugar, gracias al feminismo hemos podido saber que:
• la igualdad es lo contrario a la desigualdad, inequidad, injusticia.
• la igualdad es equiparable a la equivalencia (mismo valor), a la equipotencia (mismo poder), a la equifonía (misma voz) y compatible con las diferencias (al igual que una diferencia de color en una manzana roja no elimina la parte de igual que tiene con una manzana amarilla).
• las diferencias también son compatibles con la desigualdad, porque la igualdad y la desigualdad son construcciones socioculturales y políticas: se puede hacer de la diferencia una discriminación o se puede hacer de la diferencia un trato neutro que logre hasta olvidarla por irrelevante. Por ejemplo, admitir a un examen a personas con los ojos verdes o azules o, más precisamente, admitir en el sistema educativo a chicas y a chicos, autóctonos y extranjeros, niñas y niños de cualquier origen y condición. En este caso, la condición de diferencia de origen, raza o sexo-género es irrelevante: hemos tratado social y políticamente la diferencia con igualdad.
Por otra parte, la igualdad se sustenta en tres pilares: igualdad de oportunidades (o formal); igualdad de trato (equidad); e igualdad de condiciones (no discriminación, ni real ni simbólica). Sin embargo, normalmente consideramos solo la parte de igualdad formal (de derechos y de obligaciones).
La igualdad es un principio democrático, ético y político, que rechaza la jerarquía de valor desigual, el poder desigual y el acceso desigual a los bienes tangibles e intangibles entre unos seres humanos y otros. Por tanto, ha de propugnar acciones compensatorias -acciones positivas- necesarias para paliar las desigualdades adjudicadas culturalmente a personas o a grupos concretos (a las mujeres por el mero hecho de serlo, por ejemplo).
Para resumir lo anteriormente dicho, no encuentro nada mejor que una cortísima frase de ida y vuelta: la igualdad es el ‘tú como yo’ y el ‘yo como tú’. Ningún ser humano debe nacer con privilegios ni con discriminaciones encarnados en su persona. El privilegio se sustenta en la discriminación y en la creencia de superioridad e inferioridad. Históricamente, el mayor privilegio lo han ostentado los varones (de toda clase y condición, cultura y origen) a costa de la discriminación de las mujeres (de toda clase y condición, cultura y origen). Por eso, la desigualdad es uno de los pilares del patriarcapitalismo, pero también del patriarfeudalismo, del patriarsocialismo o del patriaresclavismo, porque la desigualdad de sexo-género existe en todos los sistemas sociopolíticos conocidos hasta la fecha, que son patriarcales. Todavía no hay país en el mundo en el que mujeres y hombres reciban un tratamiento igualitario, porque unas y otros tienen adjudicado un sexo que deviene en género devaluado o revaluado.
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